Muchos de mis viajes han empezado como una fascinación por un lugar que he visto en una fotografía, o del que me ha hablado alguien, o incluso uno que haya visto en una película. Es una imagen que vale más que mil deseos, pues se convierte en un deseo ella misma. El tiempo hasta que puedo visitarlo a veces es bastante breve, pero también pueden pasar años. Un buen día el deseo se materializa y normalmente la realidad como mínimo lo iguala, hasta lo supera a menudo, a veces de una forma insospechada.
Un lugar que te atrapa desde la distancia y te muestra un país a su alrededor, pues el viaje pivota sobre este lugar-imán.
En el caso de Caño Cristales se trató de unas fotografías vistas por casualidad, de esas retocadas que parecen de feria pero que, aunque no le hacen justicia, sirvieron de acicate para averiguar más de ese lugar, ¿fascinante o montaje turístico sobre “el río de los siete colores” –o cinco colores, en otras propagandas-?
Entonces averiguamos que existía la Macarenia clavigera, una planta con aspecto de alga cuya fragilidad exige una conservación exquisita, y que hay que visitar en una determinada época del año, para no interferir con su ciclo vegetativo. Supimos casi por casualidad del único alojamiento que existe en el mismo Caño, La posada de Don David, y fue con muy poco tiempo antes de salir hacia Colombia que conseguimos una agencia local para que nos montara los traslados y las excursiones para tres personas: no se puede entrar por libre en el Caño, es necesario al menos llevar un guía local (pronto comprendimos por qué). Así que el resto del viaje por Colombia quedó por el momento en un ligero esbozo, cinco o seis lugares fascinantes más para intentar conocerlos en tres semanas largas.
Íbamos una bogotana y dos españoles. Incluso para alguien que ha nacido y vivido en Colombia, la cuenca del río Guaviare, en el escudo guayanés, y en particular el Parque Nacional Natural Serranía de La Macarena es una visita anhelada pero difícil por su coste -normalmente hay que ir en avioneta, en un interminable viaje en barco remontando el río desde San José, o en jeep por caminos intransitables en ocasiones-, pero es especialmente peligroso pues ha sido mucho tiempo territorio FARC y hay una fuerte presencia del ejército en los últimos años.
Para nosotros ya hubo un inicio de aventura interesante al llegar al aeropuerto de Villavicencio, un lugar en crecimiento, con instalaciones por estrenar, pero con un aviso a navegantes: ¡278 días sin accidentes! Además, teníamos que coger para ir a La Macarena un DC3 de la Segunda Guerra Mundial, aunque en el último momento cambiaron el avión y nos perdimos esta experiencia única, para ir en un moderno jet de 16 plazas. En el aeropuerto de La Macarena, de tamaño y servicios familiares, el calor húmedo nos recibió a la par que el que iba a ser nuestro guía durante cuatro días en este icónico lugar. Su porte delgado, enjuto, de persona acostumbrada a la intemperie, su simpatía sobria, y su amor manifiesto por el lugar y su preservación, junto con cierta reserva hacia los jóvenes militares que abarrotaban algunas calles del pueblo, nos hicieron pensar si no tenía un pasado o una inclinación guerrilleros. Recogimos comida en un restaurante local, bien preservada en unas hojas de banano, para comer más adelante durante la excursión de llegada. Subimos a un todoterreno con otro conductor, atravesamos varias pistas polvorientas para llegar a un embarcadero de circunstancias junto al río Guaviare, denso de aguas amarronadas y densa la vegetación en las riberas, que atravesamos en unas barcazas alargadas. Luego otro jeep nos esperaba allí aparcado y éste lo condujo nuestro guía por unas pistas aún más maltratadas por las crecidas, llenas de socavones y algunas piedras que asomaban, testimonio de la fuerza del agua.
Tras dar bastantes tumbos, y caminar dos kilómetros más con nuestras mochilas a la espalda, llegamos algo molidos a unas cabañas grandes en medio de un claro en la selva. Los servicios allí son muy básicos, pero hay mucho espacio; éramos los únicos habitantes del lugar, a parte de la familia que regenta la Posada, los cuales viven allí desde hace muchos años y además tienen vacas y cultivan piñas, entre otras cosas.
Descubrimos de una manera muy especial un mundo delicado y precioso: los turistas, que sin excepción se alojaban en los hoteles de La Macarena, se iban de vuelta al pueblo, una vez hechas las excursiones por el río Caño Cristales y otras que ofrece Cormacarena (la cooperativa que organiza los trekkings y visitas en esta zona, en exclusiva, con habitantes locales como guías). Entonces el Caño era completamente para nosotros, siempre acompañados de nuestro guía, cuidadoso de que nadie se pusiera crema solar, o se bañara en la zona donde crece la fragilísima Macarenia y la dañara, o tirara basura o rompiera otras plantas o molestara a los animales… Le fuimos conociendo en los siguientes días, junto a su familia, niños, ancianos y la encantadora y alocada Lorena, una lora verde que nos resultó una gran atracción con sus travesuras, charlas y risa malvada.
Caño Cristales es un paraje que tiene una belleza muy sutil, para verdaderos amantes de la naturaleza. Conocer esta perfección impresionante pero inestable de la Macarenia clavigera y su entorno, que necesita crecidas periódicas de agua cristalina del río, por un lado; y por otro lado, encontrarse con afloramientos espontáneos de petróleo por varios lugares, ver la precaria economía de los escasos habitantes de esta parte del Parque Nacional y su complicada relación con un ejército que en teoría protege el lugar y a los visitantes (en gran medida, extranjeros), pero que está compuesto, al menos en la parte que vimos, por casi niños con una deficiente educación ambiental, asustados a veces, bravucones otras o las mismas… nos sirvió para constatar muestras de una parecida fragilidad. Fuimos observadores de este complicado equilibrio en una zona preciosa, que sería muy necesario preservar tal como está para la humanidad entera, mientras pueda hacerse humanamente posible, asumiendo el turismo responsable como una garantía de ingresos para sus habitantes actuales, pero que no conseguirá soportar una presión demográfica mayor sin sucumbir. Esta población necesita, allí y en otras partes de Colombia, unos servicios y acceso a salud, educación, etc. imprescindibles para que no busque otras alternativas vitales. A la vez nos parece un testimonio de este país, en el que quizá existe también un equilibrio difícil de una población muy amable, con un buen transporte público, rica comida y unos paisajes ensoñadores, que va hacia un desarrollo bastante desigual y está intentando afrontar muchos cambios sin todas las garantías de éxito.